F I C H A T É C N I C A
Dirección y guión: Aki Kaurismäki
Producción: Fabienne Vonier y Reinhard Brundig
Producción: Fabienne Vonier y Reinhard Brundig
Fotografía: Timo Salminen
Montaje: Timo Linnasalo
Sonido: Tero Malmberg
Vestuario: Fred Cambier
Intérpretes: André Wilms, Katy Outinen, Jean-Pierre Darroussin, Blondin Miguel, Elina Salo, Evelyn Didi, Roberto Piazza y Jean-Pierre Leaud.
Duración: 93 minutos.
Duración: 93 minutos.
S I N O P S I S
Marcel Marx, escritor, se ha autoexiliado en la ciudad de El Havre, donde siente que está más cerca de la gente después de adoptar el no muy provechoso oficio de limpiabotas. Ha enterrado el sueño de convertirse en un reconocido autor y vive felizmente dentro de un triángulo compuesto por su bar preferido, su trabajo y su esposa Arletty. Pero el destino provoca que se cruce con un inmigrante menor de edad llegado del África negra. Arletty cae enferma y a Marcel no le quedará más remedio que alzarse una vez más ante el frío muro de la indiferencia humana con su optimismo y la solidaridad de los habitantes del barrio como únicas armas. Pero se enfrentará a la maquinaria ciega de un Estado constitucional, representado por la policía, que sigue la pista al joven refugiado.
C R Í T I C A
“FLORES EN EL ARRABAL” por Vladimir Eisenstein
“Por suerte siempre hay un ayer”, declara Aki Kaurismäki y, en consonancia con sus palabras, mucha nostalgia late en su película “El Havre”. Se percibe desde su inicio la sensación de un mundo entrañable ya extinguido y, aunque su tema –la emigración africana a Europa- parece que tendría que discurrir en la actualidad o en décadas muy próximas, Kaurismäki elige ambientarlo en unos fabulados años cincuenta. No es obstáculo, porque no pretende ser una película de denuncia y hace más atemporal un relato que rehúye la urgencia del periodismo para apostar por el sueño de un extravagante mundo mejor.
Digo extravagante, porque ese sueño de Kaurismäki y su estilo narrativo son muy peculiares, insólitos. Su nostalgia no es de una idealizada aldea en la montaña o soleado pueblo costero, sino que es de arrabal, de esos barrios portuarios, sucios, decrépitos, desolados y habitados por una “canalla” que uno imagina encallecida e individualista. Y, sin embargo, esa canalla aquí es fea y avejentada como Keith Richards, pero tiene buen corazón y es decididamente solidaria, son flores de estercolero.
No es una película francesa, pero recoge gran parte del imaginario francés. El sabor es a Pernod, el sonido de acordeón, la atmósfera, la de “Le quai des brumes” de Carné. Y de la trilogía “liberté, égalité, fraternité” Kaurismäki elige la más olvidada: la fraternidad. En cierto sentido “familiar-mafioso”, claro está, porque aquí no encontramos una ciudadanía burguesa ni al proletariado, sino marginales, lumpen de barrio bajo para los que no tener los papeles en regla no es un delito, sino pedigree.
Y es que hay mucho del también director Robert Guédiguian en esta película y no por casualidad uno de los protagonistas es uno de sus actores habituales: Jean Pierre Darroussin que hace una interpretación soberbia de un comisario Monet con ecos del Maigret de Simenon.
Y es que hay mucho del también director Robert Guédiguian en esta película y no por casualidad uno de los protagonistas es uno de sus actores habituales: Jean Pierre Darroussin que hace una interpretación soberbia de un comisario Monet con ecos del Maigret de Simenon.
El cine sirve, entre otras cosas, para hacer falsa realidad algunos sueños y a Kaurismäki le gustaría que la historia y los personajes que nos narra hubiesen sido reales como la vida misma. No se corta y sabe que, aunque ejemplos de solidaridad no faltan, nunca ocurrirán así ni en un escenario como el que nos muestra, quizás porque no existe ni existió. Es igual, soñar no cuesta nada y la lección moral ahí queda.
Kaurismäki mantiene el ritmo y el tono durante todo el film sin recurrir en absoluto al ternurismo. La hierática interpretación de los actores ya impone per se una solemnidad y un distanciamiento que lo impide. No hay lugar para las emociones ni las lágrimas, sí para la sonrisa y la complicidad. Sólo al final decide soltarse el pelo y extremar la fábula recurriendo al milagro. Es el instante más delicado y, aunque para mí resultó aceptable ese rematar en alto y poniendo el acento, comprendo que para muchos otros espectadores la metáfora del cerezo en flor pueda resultar excesiva, cursi y que ni el homenaje a Ozu la justifica.
Coda: Añadir mi gozo por ver al abominable Jean-Pierre Leaud –actor fetiche de Truffaut- haciendo de malo.
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